El común de los mortales




Identidad, esa palabra tan recurrida entre los antropólogos, siempre me pone en estado de
alerta. Para ellos, implícita o explícitamente, la identidad es su punto de partida, es algo que todos tenemos o, al menos, deberíamos tener. Y, bueno, al estudiar grupos indígenas o minoría étnicas, parece relativamente sencillo saber qué andan buscando.

En el caso de nosotros, el común de los mortales que vivimos entre metrópolis caóticas y ruralidades erosionadas, cómo definiremos nuestra identidad. Muchos dicen que el caso mexicano es de los mejor logrados. Sí, en los libros sobre raza y etnicidad publicados en Estados Unidos aparecemos como un gran ejemplo de mestizaje: en algo figuramos como de lo mejor… hablando de identidades.

Pero, apelando a un rasgo que creo es característico nuestro —regocijarnos en salir perdiendo—, me pregunto qué hay con mi identidad, dónde quedé yo parada en este mestizaje ejemplar, pues no me encuentro en él. Resulta que mis componentes identitarios carecen, bueno al menos hasta hace pocos años, de legitimidad pública: ser descendiente de franceses llegados en pleno Porfiriato y haber estudiado en un colegio de monjas. Por ello cuando pensaba en mi identidad, tenía que preguntarme muy en silencio, a solas, hasta qué punto podía considerarme una mexicana de verdad. En resumen, creo, si he vivido con una especie de identidad, la calificaría de raquítica y vergonzante.

Con los años he perdido algo de esa mudez: esta columna es un fiel testimonio de ello. Por eso les confieso aquí que esas dos no-identidades, a la vez han sido dos de las principales fuentes de sentido en mi vida. El principal problema fue que nunca las asumí como legítimas porque lo que aprendí y viví en México me enseñó que había buenas razones para estigmatizarlas. De ahí lo vergonzante. Pero resulta que si algo marcó mi vida cotidiana fue el catolicismo practicado y vivido en el colegio, y la presencia de diferentes migraciones europeas que se hacían evidentes en mi familia. Me centro en lo segundo: mi madre es poblana, nieta lejana de españoles y franceses en una familia despojada de sus bienes después de la Revolución. De ahí salió una combinación rara de orgullo mezclado con una buena dosis de pobreza. Mi padre era hijo de francés y alemán, otra confusión, pues parece que quedó de su herencia lo francés, por el apellido; pero lo que predominó en su casa, y desde entonces en la mía, fue lo germano. Sí, una evidencia de la presencia no explicitada de las mujeres.

Comparto esto no para vanagloriarme de mis orígenes. Creo que en pleno siglo XXI, podemos hacer a un lado esos caracteres, que en sociología llamamos adscritos, para fijarnos más en los adquiridos, aquellos que se ganan con esfuerzo en un entorno más democrático. Lo comento porque creo que muestra los enredados y múltiples caminos de nuestro mestizaje, de los que estoy segura vale la pena poder hablar, pensar e investigar, por así decirlo, sin pena ni gloria. Reconozco que los europeos, aun después de la conquista, han llegado a México casi siempre en condiciones ventajosas si pensamos en su posición de poder, pero han traído muchas otras cosas, algunas positivas y también relevantes, que han estado presentes en nuestro mestizaje y de algún modo han pasado a formar parte de la mexicanidad. Estoy segura de que mirar hacia esas migraciones y reconocerles un lugar en la construcción de nuestra identidad, nos da pie para ir mucho más allá de un estereotipo de lo mexicano que aparece, por ejemplo, en las películas gringas.

Lo dejo hasta aquí. Por lo pronto, creo, ya cumplí con explicar un poco el por qué me ponen a temblar los antropólogos… y de las antropólogas, mejor hablamos en otra ocasión.

Publicado en Parteaguas. Revista del Instituto cultural de Aguascalientes, invierno 2008, año 3, n°. 11(63-64).

contacto: benardsilvia@gmail.com

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