Fútil
Cada vez me convenzo más de que hay que invertir los caminos: ir de lo particular a lo general, de lo vivido a lo pensado, del presente al pasado… Por eso ahora me tiene intrigada la vida cotidiana. Creo que es ahí a partir de donde podemos construir una biografía coherente que, sumada a la de otros que también luchan por construirse como sujetos, nos permite convivir en un mundo tan complejo como el actual. Sin embargo, generalmente los profesionistas, sobre todo los que nos dedicamos a las ciencias sociales, decimos muy poco sobre lo que en verdad le interesa a la mayoría de la gente. Habrá quien argumente que eso no importa, que estamos por encima de las sutilezas del común de los mortales, pero bien ha dicho Anthony Giddens, uno de los sociólogos más importantes de la actualidad, que la gente ha tenido que buscar respuestas a grandes preguntas sobre el sentido de su propia vida en fuentes tales como los libros de autoayuda cuando los sociólogos podríamos ofrecer explicaciones relevantes si asumiéramos el reto.
Por eso quiero escribir esta columna, quiero reflexionar en torno a cuestiones que a primera vista podrían parecer insignificantes, pero que desde una mirada sociológica descubran aristas y explicaciones que quizá resulten significativas a las personas que las lean. Espero que no pase como al mismo Giddens, que aboga por tratar temas de la cotidianidad pero sus textos son generalmente muy difíciles de entender. Pero hay otros a quienes les ha pasado lo contrario. El sociólogo Robert Bellah y un equipo de investigadores escribieron un libro de sociología de primer nivel, que para su propia sorpresa se convirtió también un best seller en Estados Unidos. El libro se llama Hábitos del corazón y en español es muy difícil de conseguir, de hecho nunca he visto el libro en sí, lo más que logramos una colega y yo fue conseguir fotocopias enviadas en intercambio bibliotecario. También puede pasar que haga referencias demasiado cercanas a mi propia bibliografía y ponga en entredicho la poca privacidad de que gozo en esta pequeña ciudad. ¡Qué barbaridad!
En fin, a pesar de las críticas a este tipo de esfuerzos y de los riesgos que conlleva, creo que bien vale la pena intentarlo. De hecho ya escritores tan connotados como Victoria Camps y Fernando Savater lo han hecho con gran éxito desde la filosofía. Por ejemplo, en su libro ¿Qué debemos enseñar a nuestros hijos?, Camps hace un recuento de cuestiones fundamentales sobre los contenidos de la educación que no por estar escritos de una manera sencilla y hasta con subrayados y asteriscos para mostrar lo más importante al lector (creo que más bien lectora), pierden la lucidez y la profundidad que caracterizan a sus demás escritos.
… a ver qué pasa.
smbenar@correo.uaa.mx
Publicado en Parteaguas, revista del Instituto Cultural de Aguascalientes,verano 2007 año 3, no. 9 (91)
contacto: benardsilvia@gmail.com
Una reflexión personal sobre la llamada igualdad de género
Hablemos de igualdad de género. Yo los invito a que, sin dejar atrás todos los esfuerzos que hemos hecho por mejorar las condiciones sociales de las mujeres, volvamos la vista hacia dos cuestiones que hemos descuidado y sin las cuales, me parece, difícilmente podremos superar ese abismo que todavía caracteriza las relaciones entre mujeres y hombres.
La primera es volver nuestra vista hacia el género masculino. La igualdad pasa necesariamente por una reflexión en torno a la realidad de las mujeres, sí, pero debe mirar también hacia la realidad de los hombres. Sin adentrarnos al mundo de lo masculino no podremos entender cuestiones que hasta ahora aparecen como producto de la maldad machista, tales como la violencia física, la infidelidad, el abuso del alcohol, la dificultad para comunicarse. Conductas como las mencionadas generalmente se asocian con la identidad de género masculino, aunque, todos lo sabemos, no son exclusivas de éste.
Pero no se trata de culpar a los hombres y quedarnos hasta ahí, pues si hacemos eso nuestra única opción sería darnos a un lado y crear un mundo aparte sólo para las mujeres. Tampoco propongo que, a título individual, las mujeres estemos dispuestas a vivir con hombres que tengan esas problemáticas. Y, sin embargo, esas dos opciones extremas son quizá las más comunes en nuestra sociedad: por un lado, las mujeres creamos un mundo cerrado, de complicidades y códigos femeninos en donde los hombres no caben sino como proveedores. Por otro, estamos dispuestas a vivir en esos infiernos cotidianos que crean el maltrato, el abuso del alcohol y la infidelidad.
Otro camino por el que han adoptado algunas mujeres –sobre todo las que han tenido más oportunidades de educación y, consecuentemente, de ocupar posiciones laborales en ámbitos tradicionalmente masculinos– es pensar y vivir no sólo como hombres sino como machos.
Creo que como sociedad, si la queremos democrática e igualitaria, no podemos optar por ninguno de los tres caminos antes mencionados. Necesitamos aprender a construir formas de relación equitativas en donde tanto las mujeres como los hombres podamos tener una mejor calidad de vida.
Me parece que ver hacia el género tomando en cuenta no sólo lo femenino sino también lo masculino nos ubica en condiciones de entendimiento mucho mayores, ya que nos permite reconocer tanto las debilidades como las fortalezas que tradicionalmente han caracterizado a ambos sexos. Este esfuerzo también nos permite a las mujeres ver el lado humano de aquellos que por muchas décadas han hecho causa de todos nuestros males.
Ahora que las mujeres hemos brincado algunos obstáculos y muchas conocemos más de cerca el mundo del trabajo fuera del hogar –de la competencia, del ejercicio del poder, del éxito definido en cuanto a poder e ingreso económico–, podemos hacer un ejercicio de empatía, esa cualidad tan nuestra, para entender lo que implica creer siendo educado desde esos códigos. Y no es, precisamente, el mejor de los mundos posibles: los hombres tiene que aprender a callar sus sentimientos de debilidad, a estar siempre bajo control, a demostrar su virilidad, a saber qué hacer en caso de emergencia. En resumen, también tienen que responder a las expectativas que de ellos tiene la sociedad.
La segunda cuestión es, dentro del ámbito de lo femenino, mirar hacia nosotras mismas de manera crítica y reflexiva. Aquí, creo, necesitamos hacer un doble ejercicio que, además, requiere un gran esfuerzo. Otra vez se necesita de nosotras un gran esfuerzo. Por un lado, debemos superar formas de ser, actitudes y conductas que, si bien hemos utilizado para contrarrestar el abuso del poder masculino, no nos dignifican, ni a nosotras ni a ellos. Por otro, recuperemos y validemos actitudes, valores y formas de vida propias del ámbito de las mujeres que han dado un lado, más humano a nuestras sociedades.
Sobre aquello que hemos utilizado a nuestro favor me vienen a la mente al menos tres factores: la codependencia, la manipulación y el ejercicio del matriarcado. La primera, la codependencia, nos ha llevado a aceptar situaciones en las que, con tal de seguir siendo parte de la relación afectiva con el otro, aceptamos humillaciones, faltas de solidaridad, traiciones.
La manipulación es, quizá, una de nuestras más importantes armas contra el hombre. Manejamos sus sentimientos, lo hacemos sentir culpable, le escondemos información. Las mujeres podríamos apostar a la honestidad, a la confrontación. A decir la verdad y a pedir la verdad.
El matriarcado es el coto de poder de las mujeres en el ámbito de lo cotidiano, la ilusión de hacer del hombre un extraño, un títere, un juego.
Sobre aquellos elementos con los que hemos contribuido a hacer más humanas nuestras sociedades tenemos un sinfín de recuerdos, a veces encapsulados, ocultos, hasta reprimidos por nosotras mismas para poder adentrarnos al mundo del trabajo y de la autonomía económica. Si recuperamos esos valores podremos contribuir enormemente a construir un paradigma de sociedad más igualitaria, más digna, más humana.
De entre esos valores cabe destacar, además de la capacidad de empatía a la que nos referíamos antes, la cooperación, el cuidado de los más débiles –sobre todo los hijos–, la comunicación como intercambio emocional, la reconciliación con la naturaleza. Más que referirme a cada una de ellos –creo que sabemos de qué hablamos–, me gustaría recalcar que necesitamos empoderarnos, pero no para ser como hombres, sino para reconocerles a esas cualidades al menos el mismo estatus que los valores prominentes de nuestras sociedades capitalista. Y no para que ahora nos paguen por eso como proponen algunas (cobrar por cuidar a los hijos, por el trabajo doméstico), no. Para hacer ver que hay actividades en la vida cotidiana cuyo valor no tiene precio, y no por eso es menos importante que el trabajo remunerado y fuera del hogar.
A manera de conclusión
Igualdad, no. Es equidad, que implica respeto a las diferencias y la multiplicación de opciones de vida para mujeres y para hombres: que las mujeres podamos tener acceso a ese mundo tradicionalmente vedado para nosotras contribuyendo desde otra tradición, a hacerlo más humano. Y que los hombres se den la oportunidad de abrir las puertas de ese mundo que ha sido tan nuestro y cuya riqueza puede dignificarlos a través del cuidado de otros, particularmente los hijos, las labores domesticas diarias, la capacidad de dialogar, la libertad real de expresar sus sentimientos.
Es verdad: la relación de poder entre los sexos ha sido desigual y las mujeres ya tenemos más de un siglo en una situación de desventaja. Pero buscar infantilmente un culpable de nuestros males no contribuye de manera muy positiva a avanzar en la lucha por la equidad.
Preferiría terminar haciendo un llamado a los hombres para que, al igual que nosotras, hagan un esfuerzo de introspección crítica. Pregúntense si no valdría la pena, por ejemplo:
• Aligerarse el peso de ser, ante todo, el proveedor del hogar.
• Reconocer sus sentimientos de debilidad, sus inseguridades, sus temores.
• Hacerse dueños de su sexualidad y no sentirse obligados a decir siempre que sí.
• Medir su éxito con otros parámetros que no sean el poder y el nivel de
ingreso.
Como atinadamente afirman Beck y Beck en su libro.
El normal caos del amor:
El hombre debería, por ejemplo, abrir los ojos. Ver, percibir. Serían unas vacaciones de aventura transcontinental dentro de la vida propia, en el propio cuerpo.
Pero eso conllevaría para el hombre el peligro de desbordarse, de perder el control de sí, tanto en casa como en el dichoso mecanismo hombre del trabajo. Dar la vuelta, mirar las rutinas desde el otro lado, preguntar más, insistir, no resignarse y presentar lo propio y lo incoherente.
Tenemos un largo camino que recorre; ojalá hombres y mujeres podamos transitarlo juntos.
¿Tengo vocación docente?
Cuando tomé la decisión de presentar el examen de oposición para ingresar a la Universidad como profesora investigadora de tiempo completo con una plaza PROMEP, lo que me parecía más atractivo era que podría realizar investigación, según me dijeron, treinta horas a la semana, ¡y además me pagarían por hacerlo!
Me informaron que por pertenecer al Sistema Nacional de Investigadores, además de contar con tantos años de experiencia en investigación y de tener el grado de doctorado, estarían aseguradas mis horas para investigar. Para mi eso quería decir recibir un sueldo, muy moderado, pero cada quince días sin falta, por hacer lo que me gusta y lo que he hecho por casi diez años con enormes dificultades de financiamiento, en una asociación civil.
Con esa expectativa, me armé de paciencia e hice los minuciosos trámites que requiere la universidad para permitir a los "externos" participar en un concurso de oposición. Este proceso fue frustrante y decepcionante, y sembró en mi, no por primera vez, la duda de qué tanto la Universidad está abierta a otros que no sean sus propios egresados, originarios del estado y, en pocas palabras, personas conocidas.
En fi, ya había tomado la decisión de intentar ingresar a y, con la convicción de que contaba con los requisitos necesarios, acepté el proceso como una carrera de obstáculos. A fin de cuentas, éste sería mi primer reto en la institución,
Primer obstáculo: mis títulos
¡Sí, mis títulos' Desde que termine el doctorado, en el año de 1994. estaba orgullosa de haber llegado hasta ahí, y de veras que haberlo hecho significó otra carrera de obstáculos larga, y que requirió no sólo de conocimientos académicos sino de capacidades y aprendizajes, antes de hacerlo, inimaginables. Pero dejemos esa historia para otra ocasión.
Pues resulta que después de revisar mis títulos de maestría y doctorado, en la Universidad les surgen dos grandes dudas: la primera, ¿son auténticos? Y la segunda, el título dii maestría es Master of Arts y el de doctorado es Doctor of Philosophy, entonces, se incrementa aún más ¡a sospecha, ¿cómo puede argumentar que es socióloga? Cuando hicieron de mi conocimiento sus dudas, no sabía si reírme o llorar, pero no hice ninguna de las dos cosas, sino que ingenuamente le pregunte a !a persona encargada cómo era posible que no supiera que en Estados Unidos los títulos de las disciplinas humanísticas se clasifican así: artes a nivel de maestría, y filosofía a nivel de doctorado; y además me enojé, si, cometí quizá mi primer error con la burocracia universitaria, Ya para entonces además de ser "extraña", defeña y (posiblemente) haber realizado posgrados en Estados Unidos, resulté enojona: se sumaban los puntos en mi contra en el parámetro de las reglas no escritas de la institución.
Para mi sorpresa, a la encarga no pareció preocuparle si debería o no saber lo que yo suponía era elemental para desempeñar cabalmente su labor; no, por el contrario, me encomendó a mi, a mi sola con mis títulos, probarle a la institución que valían lo que yo decía. ¡Que barbaridad, mis títulos, hijos de otras grandes batallas y para mí tan preciados, eran de procedencia dudosa!
Me quedé atrapada y con mi vergüenza, entre dos burocracias.
Además de que a estas alturas yo era la única que tenia que resolver el problema —a mi parecer, probar que soy inocente cuando se sospecha que soy culpable—, los procedimientos eran costosos y bastante engorrosos. Para garantizar la autenticidad de mis títulos, debía apostillarlos. Esto se hace contratando a una persona aquí en la ciudad, que a su vez, contacta a un notario en Estados Unidos que testifica la autenticidad de los documentos. El procedimiento tardó varias semanas y salió bien caro. Para robar que era socióloga necesitaba entregarle una copia del plan de estudios de mis postgrados para que las autoridades universitarias correspondientes evaluaran si yo podía probar que sabia lo que decía o iba a andar por la institución presumiendo que era socióloga y no filósofa, como aparecía en la evidencia empírica. En la universidad esto les parecía fácil, pero terminó mis estudios hace ya más de diez años, perdí contactos con los administrativos de la universidad en Estados Unidos y tenía pocas ganas de gastar en larga distancia para probar algo que me parecía elemental: bastaba con ver los temas de mis investigaciones publicadas en libros y avaladas por el CONACYI, preguntar por ahí cómo es eso de los títulos en el país del norte, darle un voto de confianza al Sistema Nacional de Investigadores, ¡algo. Algo que quitara de mí el estigma de la sospecha y dejara entrever un poco de respeto por mi carrera profesional! Bueno, en este tema finalmente sí me dieron la ventaja de la duda pues preguntaron a otros profesores, en los que seguramente sí confían, y llegaron al conocimiento de que los sociólogos recibimos titulo de filósofos en esas tierras no tan lejanas del norte.
Así fue como brinqué mi primer obstáculo.
Segundo obstáculo: mi experiencia docente.
Pues resulta que un requisito para concursar por la plaza era tener dos años de experiencia docente, cosa que según yo si tenia. Soy maestra de ingles (tengo también un título que lo prueba y aunque fue expedido por el Instituto Anglo Mexicano de Cultura, es mexicano); di ciases de ingles en secundaria, fui teaching assistant en Estados Unidos; di clases en la Iberoamericana, aquí en la Universidad Autónoma por un semestre; Libia dado seminarios de discusión con los becarios de los proyectos de investigación financiados por el CONACYT regional. Pues no, según los criterios de la Universidad no tenia los dos anos requeridos, ¿por qué?, pues porque llegaron a la conclusión cíe que inglés en secundaria no cuenta, en la Ibero ya estaba fuera de los archivos pues las clases las di en 1992, que el centro de investigación no tiene por qué andar dando seminarios y además es poco conocido (¡pero esta en el padrón del CONACVT!) y en Estados Unidos fui asistente, no profesora titular.
Estuve a punto de perder aquí la batalla, pero finalmente las autoridades decidieron aceptar que ¡nada más mandaran un comprobante de la universidad estadounidense diciendo que si había sido teaching assistant! Ni modo—me dije—, a conectarme con la persona indicada para que me mande la carta y me aguanto la pena de que una universidad gringa tenga que probar que digo la verdad. Pues el graduate advisor, encargado de realizar la tarea, me comunicó que corría con suerte porque todavía aparecía en loa archivos electrónicos y que cu ese mismo momento me mandaba el comprobante por correo electrónico. Asunto arreglado: recibí el correo electrónico, lo imprimí y ¡o lleve inmediatamente a la Universidad: ¡no, no, no! Ésta no acepta comprobantes si no están escritos en papel membretado y con la firma de la persona indicada; además, algo que para mí ya es normal, mi apellido estaba mal escrito: el típico Larchevre aparecía en el mensaje.
Me quedé atrapada y con mi vergüenza, entre dos burocracias. Hablé nuevamente para contactar al graduate advisor —quien, por cieno, cuando lo buscaba el, estaba casi siempre tomando su coffee break— y finalmente pude comunicarme con él. Sí, y para confirmar que burocracias son burocracias, me informó que la universidad no podía gastar dinero en enviar vía DHL o similar ningún documento para exalumnos. "Bueno, bueno —dije ingenuamente—, yo le envió el dinero". "No, no, no, la universidad no puede recibir ni un centavo de los exalumnos", Y mis opciones se redujeron al correo postal regular, y aposté a mi última carta pues contaba yo con quince días de plazo. ¡Pero claro, la carta nunca llegó! Llamadas iban y llamadas venían pero el comprobante seguía perdido en algún lugar entre Estados Unidos y Aguascalientes... y el último día que tenia de plazo para entregarlo, la universidad tuvo compasión de mí: aceptarían temporalmente un fax si venía con papel membretado, la firma del advisor y mi nombre bien escrito. Y ahí estuve, hablé con Adam —ya para entonces oramos como conocidos de años- y le supliqué que no me fallara, pero por alguna razón la tecnología sí me falló, el fax no llegaba y mi amigo no se preocupaba mucho por ello; así que hablé nuevamente con él y le di otro número de teléfono. Y esta vez llegó, ¡sí, llegó con mis nombre y apellidos bien escritos, en papel membretado y con la firma de Adam, y le sacamos tantas copias que todavía no se qué hacer con ellas!
No estuvo tan fácil, pero lo logré. Ahora sí, ya podía presentarme al concurso de oposición. Y esta parte del proceso ha sido la más fácil: me presenté con mis libros y mi lap top, me instalé en la biblioteca y a contestar las preguntas. Al día siguiente defendí mi ensayo ante el jurado y convencí a los tres varones que me examinaron de que podía ocupar la plaza. Unos meses después me hicieron saber formalmente que había sido seleccionada.
Tercer obstáculo: las clases
Está en mis manos —me dije una vez más con ingenuidad y optimismo—. Ahora falta pedir que me reconozcan mis dos proyectos de investigación financiados por el CONACYT regional, los registren en la Universidad y me den mis treinta horas para investigar. Pues con ese ánimo incursioné una vez más por los laberintos de la burocracia universitaria, hablé con las autoridades, tomé nota de todas las claves que pude, hable con irnos y otros y escribí mi carta al Consejo Universitario, con copias para todos, según yo todos, los involucrados. Unos días después me hablan de Secretaría Particular para avisarme que estaba lista la respuesta. No pude esperar, salí corriendo de mi oficina y llegué a recoger la carta con una cara de alegría difícil de disimular. Ya me habían advenido que treinta horas era mucho pedir pero quizá hi quince o diez... No pude esperar y abrí la cana en el camino de regreso al estacionamiento: no había ni quince, ni diez, ni cinco, ni nada; en la carta se leía que como mis compromisos con el CONACYT los adquirí antes de iniciar mi relación laboral con la Universidad, ésta no podía reconocerlos como parte de mi carga. ¡¿Qué tal?!
Pues aquí se termina la historia de los antecedentes: acabe con mi plaza, si, pero sin mis treinta horas para investigar y, ni más ni menos que con tres clases, ¡clases, y yo ni me acordaba de esa parte mientras corría la carrera de obstáculos!
¿Tengo vocación docente?
Esa pregunta me la había respondido desde que mí maestra de inglés en secundaria hacia fines de los años setenta, y la respuesta fue un rotundo ¡no! Después de haber buscado todo tipo de estrategias didácticas para domesticar a los grupos de cincuenta alumnas a las que tenia que enseñar ingles, decidí abandonar esa línea de trabajo y, "a otra cosa mariposa", me metí a estudiar sociología.
Pero, heme aquí. Igual que en otras etapas de mi vida, tenia que dar clases aunque no quisiera, y tres clases, y no tenía tiempo para investigar, ¿y mis treinta horas?, pues serían de docencia, treinta más diez: cuarenta horas para dar ciases. ¡¿Y ahora que hago?! ¿Que hago si además no he tenido contacto con chavales desde hace tantos años, qué pensarán, qué querrán, serán como
Un día, sin fijarse, un estudiante de urbanismo me dijo ama en lugar de maestra
las de la secundaria con las que perdí mi vocación docente?
¡¿Y ya qué?!
Me asignaron mis clases. La primera de ellas era un taller de investigación. Si, ¡qué bien! —me dije—, voy a poner a mis alumnos a investigar sobre el tema que he trabajado y avanzamos todos juntos. Pero mis alumnos, heredados del taller de investigación del semestre anterior, ya habían avanzado por su cuenta: habían definido sus temas y trabajado en ellos por un semestre. La segunda clase de entre las que pude elegir era Sociología Urbana, aquí podría revisar bibliografía que tenia relación con mi proyecto de investigación y así, hasta cierto punto, avanzar con ese compromiso. La tercera y última, nuevos sujetos sociales se les daría, junto con el taller de investigación, a los alumnos de Sociología del último semestre; podría revisar textos interesantes con los alumnos, los más adultos que podía haber en nivel licenciatura, y discutir con ellos en forma de seminario... y a ver qué pasa.
Pues a organizarme bien y a investigar mientras doy clases. Pero no resultó tan sencillo: las lecturas que escogí para mis programas eran demasiado difíciles tanto pura los estudiantes de Sociología del último semestre como para los chavales cíe Urbanismo del cuarto semestre, Además, los avances de los proyectos de investigación de los estudiantes de Sociología necesitaban, según yo, mucho trabajo, y siendo su último semestre, tenían que terminar algo de buena calidad. Era evidente que tenia que reorientar mis estrategias.
Varias veces hablé con mis colegas del departamento —les platicaba mis impresiones, mis dudas, la incertidumbre de hacia dónde ir —y ellos me compartían sus experiencias, sus inquietudes y sus opiniones. También, en varias ocasiones, dialogué con los estudiantes de ambos grupos sobre nuestro "contrato" de enseñanza-aprendizaje. Y poco a poco fui ubicando- me y redefiendo temas, tiempos, tareas y exámenes. Y también, quizá sin darme cuenta, fui tomándole el gusto y encontrándole sentido a tener relación con los chavales de Urbanismo y los no tan chavales de Sociología.
Un día, sin fijarse, un estudiante de Urbanismo me dijo ama en lugar de maestra y ahí tuvimos un contacto de relación humana que me dejó ver el aféelo que siente por mi y el que yo siento por ellos. Antes de ese evento y en mis intentos de redefinir el programa para hacerlo interesante, les dije que iríamos a hacer trabajo de campo en la siguiente clase, "así que —afirmé— el jueves se traen sus tenis." Y tal cual, la siguiente clase los encontré a todos afuera de! salón enseñándome orgullosamente sus tenis y listos para salir a campo. "Qué bien —pensé—-, me gusta esto, creo que a pesar de todo dar clases tiene su encanto".
A los alumnos de Sociología los iba conociendo conforme avanzaba el semestre; les daba asesorías individuales y revisaba los avances de sus proyectos y hablábamos de los temas de las lecturas del seminario en las clases. El contacto más cercano con ellos y el hecho de estar en el Departamento de Sociología me dejó ver con un poco más de claridad la formación que tenían y lo que podía esperar de ellos como estudiantes. Esto, sin embargo, no fue fácil ni para ellos ni para mí. Fue un proceso unas veces divertido y amigable, pero otras; amargo, disparejo, con tropezones y con expectativas muchas veces no cumplidas. Sin embarco, siendo honesta, creo que aprendieron, que aprendimos.
Y a fin de cuentas...
Empecemos con una afirmación sencilla: me gustó dar clases, me gusta dar clases; además, estoy dispuesta a comprometerme para contribuir a mejorar el nivel académico de los estudiantes. Y tengo, básicamente, cuatro razones que lo explican. La primera son los alumnos; mi encuentro reciente con jóvenes en edad universitaria ha sido muy placentero pues son, muchas veces, divertidos, y llenen gran frescura y energía, Seguramente con creatividad, paciencia y profesionalismo, puedo hacer que esos elementos les ayuden a lograr una mejor formación.
La segunda razón es el gusto de poder compartir ideas, reflexiones y dudas- Los años que he pasudo solamente investigando, he añorado cualquier contacto con otras personas con quienes discutir y ensayar mis argumentos; y durante los meses que he pasado dando clases, me di cuenta de que los alumnos resultan buenos interlocutores. Cuando escuchan con atención y me perciben como "una autoridad en la materia", me siento muy halagada pues, además de que viene bien que le den a una la razón, en los ámbitos académicos de los investigadores, el reconocimiento y la admiración son bastante poco comunes (no se si eso hable bien o mal de mi vocación docente, pero he de reconocer que me complace). Y cuando los alumnos se oponen y argumentan en contra de lo que afirmo —en esos momentos, de paso sea dicho, mi primera sensación es de empatía por aquellos años cuando yo, igual que ellos, me regocijaba oponiéndome a la autoridad— puedo reconocer, con mucho más libertad que en congresos o en documentos escritos, que no tengo razón, y construir, junto con ellos, mejores argumentos, o bien, dejarme llevar por los razonamientos en contra y cambiar de opinión.
Una tercera razón por la que disfruté esta experiencia de dar clases fue por toda la sociología que aprendí con los alumnos. Aprendí en qué se divierten, que cosas les preocupan, cómo viven sus relaciones familiares, amistosas y amorosas... ver a través de sus ojos fue una experiencia sociológica que aprecio y que les agradezco. Además, de cada uno de los temas de investigación de los nueve alumnos del taller de investigación, logró entender y conocer un poco mejor el estado.
Cuarta y última razón. Si he apostado en mi vida a labores tan difíciles y con pocas perspectivas de éxito, por que no apostar a los alumnos. Cuando pienso esto en paralelo con las energías que he gastado en tratar de crear un marco desde dónde investigar, conseguir dinero para los proyectos y realizarlos, me digo que enseñar es quizá más gratificante y relevante: por poco que aprendieran los alumnos, y por mal que pueda yo hacerlo, algo queda en su visión del mundo que pueda ser significativo en su vida y le de sentido a su quehacer personal y profesional.
Me gusta pensar que puedo hacer algo en ese sentido.
Publicado en Parteaguas revista del Instituto Cultural de Aguascalientes, verano 2005 año 1, n° 1 (41-44)
contacto: benardsilvia@gmail.com
¡Ay Aguascalientes!, ¿yo qué hago aquí?
1992: llegué a esta ciudad con mucho de mi espíritu pionero y grandes expectativas de lo que sería mi vida aquí. Éste era mi tercer intento de huir definitivamente del Distrito Federal, esa ciudad que me parecía completamente inhabitable, y estaba decidida a hacer de Aguascalientes mi lugar de estancia definitiva.
Yo era de esas típicas personas que veía a México como dividido en dos: la capital y lo que los chilangos llamamos la provincia; toda la vida escuché a mi papá decir que ‘’todo fuera de México (léase el D.F.), es Cuautitlán”. El resto era sólo cuestión de escalas: Monterrey, Guadalajara, Puebla…, Aguascalientes, una ciudad pequeña pero cuyos habitantes eran exactamente iguales a los que yo conocía en mi lugar de origen. Todos somos mexicanos ¿o no?
Me imaginaba esa provincia mexicana tranquila, sin contaminación, sin tráfico, segura, ¡ah! Además llena de gente buena. Qué mejor lugar para hacer mi vida, para construir una relación de pareja igualitaria, criar un hijo sano, trabajar con y por vocación y, en fin, realizar mi vida. Eso era lo que necesitaba para ser feliz.
Así, armada con mis expectativas y mis recursos llegué a esta parte de la provincia mexicana. Con eso enfrenté todo aquello que iba a vivir.
Pues, para empezar, resulta que en la provincia mexicana la gente no es igual, no todos los mexicanos somos iguales. Después de años de darle vueltas, llegué a la conclusión de que una diferencia fundamental es el lugar en donde establecemos la línea divisoria lo público y lo privado. ¡Cuando llegué me parecía que aquí todo era público, sentía como si me hubieran abierto la puerta de la casa y todo el mundo se hubiera metido! Y eso tiene algo de literal, había un mensajero que siempre entraba sin tocar; un día en lugar de entrar por la puerta principal se metió por el jardín y se me apareció en el comedor. Cuando le pregunté por qué hacía eso –sí, yo pregunté enérgica, ¿por qué entra así?–, él, como la gente buena, me respondió tranquilísimamente que era más fácil que por la otra puerta. Me rindo.
Otra cuestión que me ha intrigado desde que llegué es la interacción entre los hombres y las mujeres. Los primeros años yo sentía una apatía enorme por las pobres mujeres sumisas, oprimidas y me intrigaba ese ejercicio de la masculinidad tan suave, tan esquivo, tan ambivalente. Yo pensaba en machos y me imaginaba el estereotipo de los hombres de Jalisco, gritones y malhablados, claro entre otras cosas. Después llegué a la conclusión de que aquí se ejerce una especie de machismo domesticado, sí, así lo llamé. Y seguía sin percibir, hasta hace apenas un par de años, que las familias son unos enormes clanes cuya figura central son las mujeres. Hay un matriarcado tan preeminente, tan arraigado, tan poco sutil.
En segundo lugar, la gente no es tan buena como parece. Para mí la bondad tiene que ver básicamente con dos cosas. Una es reconocer a cada quien lo que es y lo que puede hacer, ya sea por que ha sido educada para eso o porque tiene experiencia y otra es “dar la ventaja de la duda’’ o no condenar a alguien si no se tienen evidencias suficientes para atribuirle los defectos imaginados.
Pero aquí me encontré con que mi identidad social no tenía que ver ni con lo que era evidente que podía y sabía hacer, y tampoco tenía yo la ventaja de la duda. Me sobran dedos de las manos para contar a la gente, incluida la multitud de familiares políticos originarios de esta ciudad y los tres o cuatro amigos que había conocido en México y que viven aquí, que se tentaron el corazón para apelar a la parte de mi identidad que al menos ellos bien conocían. ¡No! Aquí yo era por sobre todas las cosas la esposa de, y si es que algo me quedaba, la mamá de. Y como tal debía comportarme, esposa de funcionario público de alto nivel y madre de familia debe:
Cumplir con el voluntariado. Como decía una persona, por cierto funcionaria soltera, ‘’que las viejas hagan algo ya que su marido tiene tan buena chamba’’.
Reconocer que cualquier trabajo se lo debo al puesto de mi esposo. ¡Pero si tengo un doctorado, estudié en el extranjero, tengo experiencia laboral, no estoy pidiendo nada extraordinario! Pues no, desde si decido publicar un artículo en una revista hasta si dirijo una asociación civil, lo hago porque mi marido es fulano de tal, nada que ver con mis posibilidades cualidades o competencias.
Atender a todos los eventos sociales en los que se requiera que el hombre vaya acompañado. ¡Qué labor! Comprar maquillaje y aprender a untarlo en su lugar, comprar ropa “curra” y hacer lo posible por lucirla, llegar a los eventos y ser amable, discreta, interesante… uf.
Dedicar el tiempo que sobre a la maternidad. Los hijos, deciden que decía Cortazar, son el pretexto de las mujeres para no hacer nada en la vida.
Nota para las colegas: yo había estudiado una y otra vez que el status social de las mujeres se define en función del de su pareja y aun así tardé un par de años en reconocer que lo estaba sufriendo en carne propia. ¡Esto de vivir la Sociología!
En tercer lugar, las relaciones igualitarias se construyen en un contexto social. Y eso que ya había yo estudiado con gran detalle el libro de Christopher Lash, Haven in a heartless world, en donde convincentemente argumenta que la familia, ese espacio que suponemos casi sagrado y refugio de la voracidad del mundo externo, no puede encapsularse del tejido social en su conjunto. En pocas palabras, las familias son lo que pueden ser en el entorno en el que existen.
Pues, bueno, una de las principales metas de vida era tener una relación de pareja igualitaria, en parte, por eso vine a vivir aquí: la tranquilidad y la flexibilidad de la provincia nos permitiría organizar la vida de tal manera que pudiéramos ambos trabajar y criar a nuestros hijos. Además, contaríamos con un gran apoyo: una empleada doméstica, la razón principal, según yo, por la que en México la revolución sexual ha sido tan limitada.
Resulta que cuando llegué, ya mi futuro estaba echado y yo no tenía ni la más mínima sospecha de que mis expectativas interesaban solamente a mí. Habíamos llegado con el proyecto de crear un centro de investigación que sirviera al mismo tiempo para asesorar al entonces gobernador y para hacer investigación más académica (así le decíamos) y labor docente. Así podríamos granjearnos la vida entre los compromisos laborales y los privados. Pero pasaban meses y pasaban años, y ni centro de investigación ni labores compartidas. El gobernador tenía otros planes, el padre de mis hijos estaba dispuesto a entrar en ellos y yo…, esperaría otro ratito. En el nuevo proyecto, el gobernador tendría asesor de tiempo completo, supercompleto, mi hijo tendría casi sólo mamá y de medio tiempo, y yo ¿qué onda, qué voy a hacer? Pues, me armé de valor y decidí aventurarme a crear junto con algunos amigos ese centro de investigación, ahora como una asociación civil. Pero esa batalla es sí misma es otra historia.
Creo que la más cumplida de mis expectativas cuando llegué aquí, ha sido la posibilidad de criar hijos sanos. Solamente la seguridad de esa ciudad y la limpieza de su aire en comparación con el D.F. hacen de Aguascalientes en entorno superior para la vida de cualquier niño; otras cosas que pueden superar en cantidad y calidad a los que existen aquí, tales como espacios educativos, culturales y recreativos, no pueden, a mi parecer, equipararse con cuestiones tan básicas.
Y por último, el trabajo. En este ámbito yo no debí de haber asumido un par de cosas fundamentales: la primera, que en el ámbito laboral lo que cuenta es, ante todo, tu competencia para ocupar una posición, y la segunda, que ésta pude ejercerse independientemente de los lazos de parentesco y amistad. ¡Qué ingenuidad!
Aquí las redes de parentesco y de amistad se entretejen a tal grado que los compañeros de trabajo se saben sus historias de vida con lujo de detalle, se conocen a sus familias, a sus viejas, nuevas, legitimas e ilegítimas parejas, a sus hijos, sus nietos, sus primos, a los amigos de sus amigos, ¡qué horror, yo no puedo trabajar así! Además, está el detalle de la oriundez, ¿qué tal? Me acuerdo cuando en mis primeros años de estancia en esta ciudad tomé la iniciativa de platicar con un rector y comentarle que quería yo apoyar a la universidad con alguna actividad (dar una clase, dirigir una tesis, participar en alguna comisión), la respuesta fue que la universidad tenía muy pocas plazas de trabajo y que éstas eran: primero, para las personas de Aguascalientes, segundo, para los de aquí que habían salido a estudiar el extranjero (y citaba casos con nombre y apellido) y por último, ya si quedaba algo, para las personas de fuera. Pues bueno, dije yo, seguramente Weber no hubiera creado la genialidad del tipo ideal de la burocracia de haber nacido en Aguascalientes.
Tardé unos años en reconocer cosas como las que he relatado y tengo, desde entonces, tratando de entenderlo y aprender a vivir aquí. Para alguien que cortó de un día para otro con sus lazos afectivos de familiares y amigos, que llegó sin un empleo y con la ilusión de una vida familiar equitativa, la tarea no ha sido fácil. Pero han pasado más de diez años y las cosas han cambiado algo: ya no soy esposa de funcionario público de alto nivel, ya tengo que preocuparme por las relaciones de pareja igualitarias, ya tengo un trabajo de esos del siglo pasado, con plaza definitiva, prestaciones y hasta sindicato, y he ido construyendo relaciones afectivas que me sirven de amortiguador con todas esas que no entiendo.
Todavía no estoy segura de hasta dónde podemos hablar de las culturas locales, pero la de Aguascalientes en particular me parece muy distinta de lo que yo esperaba; no se si es porque soy chilanga, si es porque viví en otro país, si tiene que ver con mi aislamiento cuando era niña y la mezcla entre el puritanismo germano de padre y el catolicismo poblano de mi madre. Pero, si mi padre tuviera razón con eso de Cuautitlán, en cualquier otra parte de la provincia mexicana me sentiría más o menos igual, y sigo pensando que la Ciudad de México es inhabitable, más ahora que tengo dos hijos. Por eso, si no es el mejor de los mundos, Aguascalientes es, ahora para mí, el mejor de los mundos posibles en México.
contacto: benardsilvia@gmail.com
Libros de la autora
Aguascalientes ya no es lo que fue hace unos treinta años. Esa pequeña ciudad donde las relaciones cara a cara con los conocidos en los espacios públicos eran tan frecuentes y numerosas, cada vez se diluye más en el anonimato que caracteriza a las ciudades grandes. La ciudad se ha diversificado y se ha tomado mucho más compleja, está bien claro que difícilmente volverá a parecerse a aquella ciudad de los setentas. Y la diversidad -social, cultural, política y económica- llegó para quedarse.
Sin embargo, -escuchando, observando y hablando con la gente de diferentes lugares de origen y tiempo de vivir en Aguascalientes, diferente suerte a la distribución del ingreso y reparto de lo que los sociólogos llamamos caracteres adquiridos como el género y la etnicidad- fácilmente se puede constatar que apesar de las enormes diferencias, todos compartimos la expectativa de que Aguascalientes sea un lugar habitable. Esto nos da un punto de partida común a la mayoría de las personas que convivimos en este espacio urbano.
- La primera: que la añoranza por el pasado nos lleve a querer imponer a toda costa una homogeneidad entre todos los habitantes, segregando y estigmantizando a aquellos que son diferentes.
- La segunda, que esas cuestiones fundamentales en las que de principio estamos de acuerdo, se cumplan sólo para grupos sociales privilegiados y no para todos los habitantes de la ciudad.
Equidad y democracia. Quizá estas son las palabras más útiles para señalar las luchas y movimientos sociales que han definido al siglo veinte mexicano. Con todo, México ingresa al próximo milenio sin resolver realmente su notoria desigualdad social y sin terminar de institucionalizar su vida democrática. El dilema se centra en cómo edificar los eslabones institucionales y sociales que generen más equidad a partir de una mayor participación ciudadana. Así, la añeja pregunta de qué hacemos con los pobres, da lugar a otra muy diferente: ¿que están haciendo los pobres no sólo para sobrevivir sino para superar su pobreza y acceder a un mayor bienestar? No hay respuesta sencilla a ello pero sí podemos partir de una certeza: la solución no parece encontrarse dentro de los parámetros tradicionales y actuales de la política social del Estado mexicano, ni tampoco en los mecanismos del mercado. Más promisorio resulta volver la mirada hacia la sociedad misma y reflexionar sobre las formas en que los ciudadanos se están organizando hoy para alcanzar mayor bienestar y equidad. De ahí que sea necesario trazar un perfil comprensivo de esta participación social y ver sus alcances y límites para edificar una sociedad más abierta e incluyente.
Este libro ofrece, a partir de la experiencia reciente de Aguascalientes, un análisis riguroso e imaginativo de la participación ciudadana en México y un testimonio vivo y fidedigno de esa experiencia social, pero a la vez profundamente personal, con la que día a día los ciudadanos desde sus colonias y barrios están tratando de mejorar sus condiciones de vida.
Se ha dicho con frecuencia que México es un país a los mitos, los héroes equívocos y las fechas fundacionales. Una y otra vez lo ratificamos fundando o inventando el curso de nuestra historia o, al menos, procuramos reecontrar una ruta extraviada frecuentemente, 1968 o la generosidad democrática del movimiento estudiantil; 1985 o la autorevelación de la sociedad civil; 1998 o el año del último fraude hegemónico; 1994 o el redescubrimiento del México profundo son algunas de las fechas decisivas en esta memoria histórica tan ávida de fechas paradigmáticas que, pese a todo, no dejan de expresar sino la imperiosa y más que legítima necesidad de contar con un orden institucional democrático. Y en esta especie de topografía cívica, las elecciones de Chihuahua en 1986 ocupan un lugra especial no sólo por la ejemplar lucha por la democracia que tuvo lugar ese año en este estado, si no también por haber alentado y en varios sentidos prefigurado el tono y las modalidades, los alcances y los límites y, en fin, el lenguaje mismo de la lucha por la democracia que habriade caracterizar al México de fin de siglo. Silvia Bénard nos ofrece algunas de las claves sociales, economicas y políticas básicas para entender lo que fue y representó este episodio en la vida política de Chihuahua y del país en su conjunto. No se trata, por cierto de una exaltación o de una crónica de hechos si no más bien de una reflexión entorno a los diversos y complejos significados que tiene en un país como México el edificar una vida institucional democrática donde los derechos y responsabilidades de la ciudadanía sean el elemento central. Se trata así de una contribución notable para entender un capítulo esencial en la historia reciente del país.
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