¿Tengo vocación docente?


MIS PERIPECIAS PARA OBTENER UNA PLAZA PROMEP

Cuando tomé la decisión de presentar el examen de oposición para ingresar a la Universidad como profesora investigadora de tiempo completo con una plaza PROMEP, lo que me parecía más atractivo era que podría realizar investigación, según me dijeron, treinta horas a la semana, ¡y además me pagarían por hacerlo!

Me informaron que por pertenecer al Sistema Nacional de Investigadores, además de contar con tantos años de experiencia en investigación y de tener el grado de doctorado, estarían aseguradas mis horas para investigar. Para mi eso quería decir recibir un sueldo, muy moderado, pero cada quince días sin falta, por hacer lo que me gusta y lo que he hecho por casi diez años con enormes dificultades de financiamiento, en una asociación civil.
Con esa expectativa, me armé de paciencia e hice los minuciosos trámites que requiere la universidad para permitir a los "externos" participar en un concurso de oposición. Este proceso fue frustrante y decepcionante, y sembró en mi, no por primera vez, la duda de qué tanto la Universidad está abierta a otros que no sean sus propios egresados, originarios del estado y, en pocas palabras, personas conocidas.
En fi, ya había tomado la decisión de intentar ingresar a y, con la convicción de que contaba con los requisitos necesarios, acepté el proceso como una carrera de obstáculos. A fin de cuentas, éste sería mi primer reto en la institución,

Primer obstáculo: mis títulos

¡Sí, mis títulos' Desde que termine el doctorado, en el año de 1994. estaba orgullosa de haber llegado hasta ahí, y de veras que haberlo hecho significó otra carrera de obstáculos larga, y que requirió no sólo de conocimientos académicos sino de capacidades y aprendizajes, antes de hacerlo, inimaginables. Pero dejemos esa historia para otra ocasión.
Pues resulta que después de revisar mis títulos de maestría y doctorado, en la Universidad les surgen dos grandes dudas: la primera, ¿son auténticos? Y la segunda, el título dii maestría es Master of Arts y el de doctorado es Doctor of Philosophy, entonces, se incrementa aún más ¡a sospecha, ¿cómo puede argumentar que es socióloga? Cuando hicieron de mi conocimiento sus dudas, no sabía si reírme o llorar, pero no hice ninguna de las dos cosas, sino que ingenuamente le pregunte a !a persona encargada cómo era posible que no supiera que en Estados Unidos los títulos de las disciplinas humanísticas se clasifican así: artes a nivel de maestría, y filosofía a nivel de doctorado; y además me enojé, si, cometí quizá mi primer error con la burocracia universitaria, Ya para entonces además de ser "extraña", defeña y (posiblemente) haber realizado posgrados en Estados Unidos, resulté enojona: se sumaban los puntos en mi contra en el parámetro de las reglas no escritas de la institución.
Para mi sorpresa, a la encarga no pareció preocuparle si debería o no saber lo que yo suponía era elemental para desempeñar cabalmente su labor; no, por el contrario, me encomendó a mi, a mi sola con mis títulos, probarle a la institución que valían lo que yo decía. ¡Que barbaridad, mis títulos, hijos de otras grandes batallas y para mí tan preciados, eran de procedencia dudosa!
Me quedé atrapada y con mi vergüenza, entre dos burocracias.
Además de que a estas alturas yo era la única que tenia que resolver el problema —a mi parecer, probar que soy inocente cuando se sospecha que soy culpable—, los procedimientos eran costosos y bastante engorrosos. Para garantizar la autenticidad de mis títulos, debía apostillarlos. Esto se hace contratando a una persona aquí en la ciudad, que a su vez, contacta a un notario en Estados Unidos que testifica la autenticidad de los documentos. El procedimiento tardó varias semanas y salió bien caro. Para robar que era socióloga necesitaba entregarle una copia del plan de estudios de mis postgrados para que las autoridades universitarias correspondientes evaluaran si yo podía probar que sabia lo que decía o iba a andar por la institución presumiendo que era socióloga y no filósofa, como aparecía en la evidencia empírica. En la universidad esto les parecía fácil, pero terminó mis estudios hace ya más de diez años, perdí contactos con los administrativos de la universidad en Estados Unidos y tenía pocas ganas de gastar en larga distancia para probar algo que me parecía elemental: bastaba con ver los temas de mis investigaciones publicadas en libros y avaladas por el CONACYI, preguntar por ahí cómo es eso de los títulos en el país del norte, darle un voto de confianza al Sistema Nacional de Investigadores, ¡algo. Algo que quitara de mí el estigma de la sospecha y dejara entrever un poco de respeto por mi carrera profesional! Bueno, en este tema finalmente sí me dieron la ventaja de la duda pues preguntaron a otros profesores, en los que seguramente sí confían, y llegaron al conocimiento de que los sociólogos recibimos titulo de filósofos en esas tierras no tan lejanas del norte.
Así fue como brinqué mi primer obstáculo.

Segundo obstáculo: mi experiencia docente.

Pues resulta que un requisito para concursar por la plaza era tener dos años de experiencia docente, cosa que según yo si tenia. Soy maestra de ingles (tengo también un título que lo prueba y aunque fue expedido por el Instituto Anglo Mexicano de Cultura, es mexicano); di ciases de ingles en secundaria, fui teaching assistant en Estados Unidos; di clases en la Iberoamericana, aquí en la Universidad Autónoma por un semestre; Libia dado seminarios de discusión con los becarios de los proyectos de investigación financiados por el CONACYT regional. Pues no, según los criterios de la Universidad no tenia los dos anos requeridos, ¿por qué?, pues porque llegaron a la conclusión cíe que inglés en secundaria no cuenta, en la Ibero ya estaba fuera de los archivos pues las clases las di en 1992, que el centro de investigación no tiene por qué andar dando seminarios y además es poco conocido (¡pero esta en el padrón del CONACVT!) y en Estados Unidos fui asistente, no profesora titular.
Estuve a punto de perder aquí la batalla, pero finalmente las autoridades decidieron aceptar que ¡nada más mandaran un comprobante de la universidad estadounidense diciendo que si había sido teaching assistant! Ni modo—me dije—, a conectarme con la persona indicada para que me mande la carta y me aguanto la pena de que una universidad gringa tenga que probar que digo la verdad. Pues el graduate advisor, encargado de realizar la tarea, me comunicó que corría con suerte porque todavía aparecía en loa archivos electrónicos y que cu ese mismo momento me mandaba el comprobante por correo electrónico. Asunto arreglado: recibí el correo electrónico, lo imprimí y ¡o lleve inmediatamente a la Universidad: ¡no, no, no! Ésta no acepta comprobantes si no están escritos en papel membretado y con la firma de la persona indicada; además, algo que para mí ya es normal, mi apellido estaba mal escrito: el típico Larchevre aparecía en el mensaje.
Me quedé atrapada y con mi vergüenza, entre dos burocracias. Hablé nuevamente para contactar al graduate advisor —quien, por cieno, cuando lo buscaba el, estaba casi siempre tomando su coffee break— y finalmente pude comunicarme con él. Sí, y para confirmar que burocracias son burocracias, me informó que la universidad no podía gastar dinero en enviar vía DHL o similar ningún documento para exalumnos. "Bueno, bueno —dije ingenuamente—, yo le envió el dinero". "No, no, no, la universidad no puede recibir ni un centavo de los exalumnos", Y mis opciones se redujeron al correo postal regular, y aposté a mi última carta pues contaba yo con quince días de plazo. ¡Pero claro, la carta nunca llegó! Llamadas iban y llamadas venían pero el comprobante seguía perdido en algún lugar entre Estados Unidos y Aguascalientes... y el último día que tenia de plazo para entregarlo, la universidad tuvo compasión de mí: aceptarían temporalmente un fax si venía con papel membretado, la firma del advisor y mi nombre bien escrito. Y ahí estuve, hablé con Adam —ya para entonces oramos como conocidos de años- y le supliqué que no me fallara, pero por alguna razón la tecnología sí me falló, el fax no llegaba y mi amigo no se preocupaba mucho por ello; así que hablé nuevamente con él y le di otro número de teléfono. Y esta vez llegó, ¡sí, llegó con mis nombre y apellidos bien escritos, en papel membretado y con la firma de Adam, y le sacamos tantas copias que todavía no se qué hacer con ellas!
No estuvo tan fácil, pero lo logré. Ahora sí, ya podía presentarme al concurso de oposición. Y esta parte del proceso ha sido la más fácil: me presenté con mis libros y mi lap top, me instalé en la biblioteca y a contestar las preguntas. Al día siguiente defendí mi ensayo ante el jurado y convencí a los tres varones que me examinaron de que podía ocupar la plaza. Unos meses después me hicieron saber formalmente que había sido seleccionada.

Tercer obstáculo: las clases

Está en mis manos —me dije una vez más con ingenuidad y optimismo—. Ahora falta pedir que me reconozcan mis dos proyectos de investigación financiados por el CONACYT regional, los registren en la Universidad y me den mis treinta horas para investigar. Pues con ese ánimo incursioné una vez más por los laberintos de la burocracia universitaria, hablé con las autoridades, tomé nota de todas las claves que pude, hable con irnos y otros y escribí mi carta al Consejo Universitario, con copias para todos, según yo todos, los involucrados. Unos días después me hablan de Secretaría Particular para avisarme que estaba lista la respuesta. No pude esperar, salí corriendo de mi oficina y llegué a recoger la carta con una cara de alegría difícil de disimular. Ya me habían advenido que treinta horas era mucho pedir pero quizá hi quince o diez... No pude esperar y abrí la cana en el camino de regreso al estacionamiento: no había ni quince, ni diez, ni cinco, ni nada; en la carta se leía que como mis compromisos con el CONACYT los adquirí antes de iniciar mi relación laboral con la Universidad, ésta no podía reconocerlos como parte de mi carga. ¡¿Qué tal?!
Pues aquí se termina la historia de los antecedentes: acabe con mi plaza, si, pero sin mis treinta horas para investigar y, ni más ni menos que con tres clases, ¡clases, y yo ni me acordaba de esa parte mientras corría la carrera de obstáculos!

¿Tengo vocación docente?

Esa pregunta me la había respondido desde que mí maestra de inglés en secundaria hacia fines de los años setenta, y la respuesta fue un rotundo ¡no! Después de haber buscado todo tipo de estrategias didácticas para domesticar a los grupos de cincuenta alumnas a las que tenia que enseñar ingles, decidí abandonar esa línea de trabajo y, "a otra cosa mariposa", me metí a estudiar sociología.
Pero, heme aquí. Igual que en otras etapas de mi vida, tenia que dar clases aunque no quisiera, y tres clases, y no tenía tiempo para investigar, ¿y mis treinta horas?, pues serían de docencia, treinta más diez: cuarenta horas para dar ciases. ¡¿Y ahora que hago?! ¿Que hago si además no he tenido contacto con chavales desde hace tantos años, qué pensarán, qué querrán, serán como
Un día, sin fijarse, un estudiante de urbanismo me dijo ama en lugar de maestra
las de la secundaria con las que perdí mi vocación docente?

¡¿Y ya qué?!

Me asignaron mis clases. La primera de ellas era un taller de investigación. Si, ¡qué bien! —me dije—, voy a poner a mis alumnos a investigar sobre el tema que he trabajado y avanzamos todos juntos. Pero mis alumnos, heredados del taller de investigación del semestre anterior, ya habían avanzado por su cuenta: habían definido sus temas y trabajado en ellos por un semestre. La segunda clase de entre las que pude elegir era Sociología Urbana, aquí podría revisar bibliografía que tenia relación con mi proyecto de investigación y así, hasta cierto punto, avanzar con ese compromiso. La tercera y última, nuevos sujetos sociales se les daría, junto con el taller de investigación, a los alumnos de Sociología del último semestre; podría revisar textos interesantes con los alumnos, los más adultos que podía haber en nivel licenciatura, y discutir con ellos en forma de seminario... y a ver qué pasa.
Pues a organizarme bien y a investigar mientras doy clases. Pero no resultó tan sencillo: las lecturas que escogí para mis programas eran demasiado difíciles tanto pura los estudiantes de Sociología del último semestre como para los chavales cíe Urbanismo del cuarto semestre, Además, los avances de los proyectos de investigación de los estudiantes de Sociología necesitaban, según yo, mucho trabajo, y siendo su último semestre, tenían que terminar algo de buena calidad. Era evidente que tenia que reorientar mis estrategias.

Varias veces hablé con mis colegas del departamento —les platicaba mis impresiones, mis dudas, la incertidumbre de hacia dónde ir —y ellos me compartían sus experiencias, sus inquietudes y sus opiniones. También, en varias ocasiones, dialogué con los estudiantes de ambos grupos sobre nuestro "contrato" de enseñanza-aprendizaje. Y poco a poco fui ubicando- me y redefiendo temas, tiempos, tareas y exámenes. Y también, quizá sin darme cuenta, fui tomándole el gusto y encontrándole sentido a tener relación con los chavales de Urbanismo y los no tan chavales de Sociología.

Un día, sin fijarse, un estudiante de Urbanismo me dijo ama en lugar de maestra y ahí tuvimos un contacto de relación humana que me dejó ver el aféelo que siente por mi y el que yo siento por ellos. Antes de ese evento y en mis intentos de redefinir el programa para hacerlo interesante, les dije que iríamos a hacer trabajo de campo en la siguiente clase, "así que —afirmé— el jueves se traen sus tenis." Y tal cual, la siguiente clase los encontré a todos afuera de! salón enseñándome orgullosamente sus tenis y listos para salir a campo. "Qué bien —pensé—-, me gusta esto, creo que a pesar de todo dar clases tiene su encanto".

A los alumnos de Sociología los iba conociendo conforme avanzaba el semestre; les daba asesorías individuales y revisaba los avances de sus proyectos y hablábamos de los temas de las lecturas del seminario en las clases. El contacto más cercano con ellos y el hecho de estar en el Departamento de Sociología me dejó ver con un poco más de claridad la formación que tenían y lo que podía esperar de ellos como estudiantes. Esto, sin embargo, no fue fácil ni para ellos ni para mí. Fue un proceso unas veces divertido y amigable, pero otras; amargo, disparejo, con tropezones y con expectativas muchas veces no cumplidas. Sin embarco, siendo honesta, creo que aprendieron, que aprendimos.

Y a fin de cuentas...

Empecemos con una afirmación sencilla: me gustó dar clases, me gusta dar clases; además, estoy dispuesta a comprometerme para contribuir a mejorar el nivel académico de los estudiantes. Y tengo, básicamente, cuatro razones que lo explican. La primera son los alumnos; mi encuentro reciente con jóvenes en edad universitaria ha sido muy placentero pues son, muchas veces, divertidos, y llenen gran frescura y energía, Seguramente con creatividad, paciencia y profesionalismo, puedo hacer que esos elementos les ayuden a lograr una mejor formación.

La segunda razón es el gusto de poder compartir ideas, reflexiones y dudas- Los años que he pasudo solamente investigando, he añorado cualquier contacto con otras personas con quienes discutir y ensayar mis argumentos; y durante los meses que he pasado dando clases, me di cuenta de que los alumnos resultan buenos interlocutores. Cuando escuchan con atención y me perciben como "una autoridad en la materia", me siento muy halagada pues, además de que viene bien que le den a una la razón, en los ámbitos académicos de los investigadores, el reconocimiento y la admiración son bastante poco comunes (no se si eso hable bien o mal de mi vocación docente, pero he de reconocer que me complace). Y cuando los alumnos se oponen y argumentan en contra de lo que afirmo —en esos momentos, de paso sea dicho, mi primera sensación es de empatía por aquellos años cuando yo, igual que ellos, me regocijaba oponiéndome a la autoridad— puedo reconocer, con mucho más libertad que en congresos o en documentos escritos, que no tengo razón, y construir, junto con ellos, mejores argumentos, o bien, dejarme llevar por los razonamientos en contra y cambiar de opinión.
Una tercera razón por la que disfruté esta experiencia de dar clases fue por toda la sociología que aprendí con los alumnos. Aprendí en qué se divierten, que cosas les preocupan, cómo viven sus relaciones familiares, amistosas y amorosas... ver a través de sus ojos fue una experiencia sociológica que aprecio y que les agradezco. Además, de cada uno de los temas de investigación de los nueve alumnos del taller de investigación, logró entender y conocer un poco mejor el estado.

Cuarta y última razón. Si he apostado en mi vida a labores tan difíciles y con pocas perspectivas de éxito, por que no apostar a los alumnos. Cuando pienso esto en paralelo con las energías que he gastado en tratar de crear un marco desde dónde investigar, conseguir dinero para los proyectos y realizarlos, me digo que enseñar es quizá más gratificante y relevante: por poco que aprendieran los alumnos, y por mal que pueda yo hacerlo, algo queda en su visión del mundo que pueda ser significativo en su vida y le de sentido a su quehacer personal y profesional.

Me gusta pensar que puedo hacer algo en ese sentido.

Publicado en Parteaguas revista del Instituto Cultural de Aguascalientes, verano 2005 año 1, n° 1 (41-44)

contacto: benardsilvia@gmail.com

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