Hablemos de igualdad de género. Yo los invito a que, sin dejar atrás todos los esfuerzos que hemos hecho por mejorar las condiciones sociales de las mujeres, volvamos la vista hacia dos cuestiones que hemos descuidado y sin las cuales, me parece, difícilmente podremos superar ese abismo que todavía caracteriza las relaciones entre mujeres y hombres.
La primera es volver nuestra vista hacia el género masculino. La igualdad pasa necesariamente por una reflexión en torno a la realidad de las mujeres, sí, pero debe mirar también hacia la realidad de los hombres. Sin adentrarnos al mundo de lo masculino no podremos entender cuestiones que hasta ahora aparecen como producto de la maldad machista, tales como la violencia física, la infidelidad, el abuso del alcohol, la dificultad para comunicarse. Conductas como las mencionadas generalmente se asocian con la identidad de género masculino, aunque, todos lo sabemos, no son exclusivas de éste.
Pero no se trata de culpar a los hombres y quedarnos hasta ahí, pues si hacemos eso nuestra única opción sería darnos a un lado y crear un mundo aparte sólo para las mujeres. Tampoco propongo que, a título individual, las mujeres estemos dispuestas a vivir con hombres que tengan esas problemáticas. Y, sin embargo, esas dos opciones extremas son quizá las más comunes en nuestra sociedad: por un lado, las mujeres creamos un mundo cerrado, de complicidades y códigos femeninos en donde los hombres no caben sino como proveedores. Por otro, estamos dispuestas a vivir en esos infiernos cotidianos que crean el maltrato, el abuso del alcohol y la infidelidad.
Otro camino por el que han adoptado algunas mujeres –sobre todo las que han tenido más oportunidades de educación y, consecuentemente, de ocupar posiciones laborales en ámbitos tradicionalmente masculinos– es pensar y vivir no sólo como hombres sino como machos.
Creo que como sociedad, si la queremos democrática e igualitaria, no podemos optar por ninguno de los tres caminos antes mencionados. Necesitamos aprender a construir formas de relación equitativas en donde tanto las mujeres como los hombres podamos tener una mejor calidad de vida.
Me parece que ver hacia el género tomando en cuenta no sólo lo femenino sino también lo masculino nos ubica en condiciones de entendimiento mucho mayores, ya que nos permite reconocer tanto las debilidades como las fortalezas que tradicionalmente han caracterizado a ambos sexos. Este esfuerzo también nos permite a las mujeres ver el lado humano de aquellos que por muchas décadas han hecho causa de todos nuestros males.
Ahora que las mujeres hemos brincado algunos obstáculos y muchas conocemos más de cerca el mundo del trabajo fuera del hogar –de la competencia, del ejercicio del poder, del éxito definido en cuanto a poder e ingreso económico–, podemos hacer un ejercicio de empatía, esa cualidad tan nuestra, para entender lo que implica creer siendo educado desde esos códigos. Y no es, precisamente, el mejor de los mundos posibles: los hombres tiene que aprender a callar sus sentimientos de debilidad, a estar siempre bajo control, a demostrar su virilidad, a saber qué hacer en caso de emergencia. En resumen, también tienen que responder a las expectativas que de ellos tiene la sociedad.
La segunda cuestión es, dentro del ámbito de lo femenino, mirar hacia nosotras mismas de manera crítica y reflexiva. Aquí, creo, necesitamos hacer un doble ejercicio que, además, requiere un gran esfuerzo. Otra vez se necesita de nosotras un gran esfuerzo. Por un lado, debemos superar formas de ser, actitudes y conductas que, si bien hemos utilizado para contrarrestar el abuso del poder masculino, no nos dignifican, ni a nosotras ni a ellos. Por otro, recuperemos y validemos actitudes, valores y formas de vida propias del ámbito de las mujeres que han dado un lado, más humano a nuestras sociedades.
Sobre aquello que hemos utilizado a nuestro favor me vienen a la mente al menos tres factores: la codependencia, la manipulación y el ejercicio del matriarcado. La primera, la codependencia, nos ha llevado a aceptar situaciones en las que, con tal de seguir siendo parte de la relación afectiva con el otro, aceptamos humillaciones, faltas de solidaridad, traiciones.
La manipulación es, quizá, una de nuestras más importantes armas contra el hombre. Manejamos sus sentimientos, lo hacemos sentir culpable, le escondemos información. Las mujeres podríamos apostar a la honestidad, a la confrontación. A decir la verdad y a pedir la verdad.
El matriarcado es el coto de poder de las mujeres en el ámbito de lo cotidiano, la ilusión de hacer del hombre un extraño, un títere, un juego.
Sobre aquellos elementos con los que hemos contribuido a hacer más humanas nuestras sociedades tenemos un sinfín de recuerdos, a veces encapsulados, ocultos, hasta reprimidos por nosotras mismas para poder adentrarnos al mundo del trabajo y de la autonomía económica. Si recuperamos esos valores podremos contribuir enormemente a construir un paradigma de sociedad más igualitaria, más digna, más humana.
De entre esos valores cabe destacar, además de la capacidad de empatía a la que nos referíamos antes, la cooperación, el cuidado de los más débiles –sobre todo los hijos–, la comunicación como intercambio emocional, la reconciliación con la naturaleza. Más que referirme a cada una de ellos –creo que sabemos de qué hablamos–, me gustaría recalcar que necesitamos empoderarnos, pero no para ser como hombres, sino para reconocerles a esas cualidades al menos el mismo estatus que los valores prominentes de nuestras sociedades capitalista. Y no para que ahora nos paguen por eso como proponen algunas (cobrar por cuidar a los hijos, por el trabajo doméstico), no. Para hacer ver que hay actividades en la vida cotidiana cuyo valor no tiene precio, y no por eso es menos importante que el trabajo remunerado y fuera del hogar.
A manera de conclusión
Igualdad, no. Es equidad, que implica respeto a las diferencias y la multiplicación de opciones de vida para mujeres y para hombres: que las mujeres podamos tener acceso a ese mundo tradicionalmente vedado para nosotras contribuyendo desde otra tradición, a hacerlo más humano. Y que los hombres se den la oportunidad de abrir las puertas de ese mundo que ha sido tan nuestro y cuya riqueza puede dignificarlos a través del cuidado de otros, particularmente los hijos, las labores domesticas diarias, la capacidad de dialogar, la libertad real de expresar sus sentimientos.
Es verdad: la relación de poder entre los sexos ha sido desigual y las mujeres ya tenemos más de un siglo en una situación de desventaja. Pero buscar infantilmente un culpable de nuestros males no contribuye de manera muy positiva a avanzar en la lucha por la equidad.
Preferiría terminar haciendo un llamado a los hombres para que, al igual que nosotras, hagan un esfuerzo de introspección crítica. Pregúntense si no valdría la pena, por ejemplo:
• Aligerarse el peso de ser, ante todo, el proveedor del hogar.
• Reconocer sus sentimientos de debilidad, sus inseguridades, sus temores.
• Hacerse dueños de su sexualidad y no sentirse obligados a decir siempre que sí.
• Medir su éxito con otros parámetros que no sean el poder y el nivel de
ingreso.
Como atinadamente afirman Beck y Beck en su libro.
El normal caos del amor:
El hombre debería, por ejemplo, abrir los ojos. Ver, percibir. Serían unas vacaciones de aventura transcontinental dentro de la vida propia, en el propio cuerpo.
Pero eso conllevaría para el hombre el peligro de desbordarse, de perder el control de sí, tanto en casa como en el dichoso mecanismo hombre del trabajo. Dar la vuelta, mirar las rutinas desde el otro lado, preguntar más, insistir, no resignarse y presentar lo propio y lo incoherente.
Tenemos un largo camino que recorre; ojalá hombres y mujeres podamos transitarlo juntos.
Publicado en Ventana interior, centro occidente , 2006 (58-59)
Silvia, felicidades por tu blog. Es un espacio excelente para intercambiar información.
ResponderEliminarSaludos
Felicidades, Silvia.
ResponderEliminarVale la pena mantener la esperanza de alcanzar el "posible mundo imposible"
Saludos,
Celina Aldana.